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Tres indios

(Cuento)

Julio Carreras


Solían llegar con bastante regularidad. Altos, fornidos, dos de ellos tenían barba. Ojos claros, vestimenta gaucha, sólo por los collares colgando sobre sus pechos podía inferirse su procedencia indígena.
–Comechingones –había dicho don Ramón Coria, uno de los ancianos del lugar–. Los únicos indios bermejos. Su amigo, don Néo Quainelle, opinó en voz baja:
–O descendientes de Parsifal.
En 1909, Sol de Julio era un pacífico poblado donde convivían doscientas familias. Los últimos malones no solían alcanzarlos, por estar lejos de los caminos centrales. Tampoco las catervas menesterosas, en que se habían convertido los tonocotés luego de la irrupción urbana.
Los tres indios no conversaban con nadie. Compraban provisiones: harina, semillas, aceite de oliva; a veces, algunas herramientas. Quainelle, fabricante de relojes, les había vendido ya cuatro. Cargaban sus bolsas en un carrito, tirado por mulas. Y se iban con el atardecer.
No eran hoscos: sencillamente preferían evitar los diálogos. Pagaban con pesos nacionales, sin regatear. Por ello, solían ser muy esperados por los comerciantes.
Cierta vez un pendenciero pampeano cometió el error de provocarlos. Capataz de una estancia, pasaba por Sol de Julio llevando arreos para Salta. Los lugareños solían evitarlo: con dos copas de grapa el sujeto se encocoraba. De considerable talla, el pampeano portaba facón al cinto; sin mediar advertencias lo exhibía. Vio entrar a los indios y les lanzó esta pulla:
–Bienhaiga las crenchas, de los salvajes… y sus colgantes… les faltan las polleritas para ser hembritas… Los indios no se dieron por aludidos. Así durante los cerca de quince minutos que permanecieron en el bar, adquiriendo aloja en toneles. Enardecido el criollo los siguió hasta el carrito. Como era su costumbre, repentinamente sacó el cuchillo.
Nadie vio cómo el más joven de los indios lo tomó de la muñeca –tan rápido fue el movimiento. El pampeano se torció por el dolor y luego de soltar el facón se fue arqueando hasta quedar postrado. El mismo que lo había doblegado, le ató las manos a la espalda. Y luego de cargarlo como un fardo, sobre el cogote de su caballo, lo tiró antes de irse, levantando una polvareda, en la puerta de la comisaría.
El agente Benicio Orellana, de 56 años ya, cuando niño había sido raptado por los lules. Debido a ello conocía las costumbres aborígenes. A los 18 años, durante un ataque del ejército, fue reincorporado. Trabajó como baqueano o policía, colaborando en el exterminio de las pocas tribus que iban quedando, en el Sur de Santiago.
–Estos indios deben tener una mina de oro… se manejan como hacendados…–sospechaba don Fermín Taboada, el más rico del lugar.
–Si usted quiere, don Fermín, yo los rastreo…–propuso Orellana.
Así fue que cierto jueves, tempranito nomás, el baqueano se ocultó, en la Bajada de los Pirpintos –un caminito de Ojo de Agua, por donde obligadamente debían pasar los viajeros que iban a Córdoba. Ya a la oración, vio a los tres jinetes, con su carrito cargado de víveres detrás, tirados por mulas. Luego de un tiempo prudencial, los siguió.
Transcurrieron seis días y el baqueano Orellana, quien se había educado prácticamente con los indios, no regresaba. Hasta que una noche, cuando empezaba a alumbrar la luna llena, lo vieron aparecer, cansado. Había perdido la gorra; sus crenchas, bastante canosas, lucían revueltas, erizadas. Sin decir palabra, siguió de largo, desatendiendo a los numerosos amigos que, reunidos frente al bar, querían interpelarlo. Uno de ellos, su primo Nicasio, tomando de las riendas el caballo, lo obligó a regresar. Sin embargo, Benicio continuó sin decir nada. No sólo esa noche: desde aquel regreso, el baqueano Orellana jamás recuperaría el habla. Abismado, permanecía estático, sobre una silla de tiento, sin hacer ni decir nada. Su mujer y sus hijos debían cambiarle la ropa, de vez en cuando, y bañarlo. También llevarlo a dormir.
Los tres indios, desde esa fecha, tampoco volvieron a dejarse ver.
–Qué habrá pasado con Benicio… por causa de él no vienen más– apostilló Ramón Coria.
Néo Quainelle, un prófugo de la guerra Franco-Prusiana, misteriosamente aseguró entonces:
–No se profana impunemente al Graal.

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