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El Ophir

(Cuento)

Julio Carreras


Méphistophelès: De toi? Rien qu’une signature Sur ce vieux parchemin.
Je sauve Marguerite à l’instant, si tu jures Et signes ton serment de me servir demain.

Faust: Eh! que me fait DEMAIN quand je souffre à cette heure? Donne! (Il signe.)
Voilà mon nom! Vers sa sombre demeure Volons donc maintenant! Ô douleur insensée!
Marguerite, j’accours!

Hector Berlioz, Gérard de Nerval.
La Damnation de Faust. Légende dramatique en quatre parties d’après le Faust de Johann Wolfgang von Goethe.

En el preciso momento cuando Fausto va a firmar, durante la representación de La damnation… de Berlioz por The Victorian Opera of London, me arrebató el pánico. Por poco arruino la representación. Repentinamente desesperado, irrumpí en el escenario desde bambalinas. Las butacas del Малый estaban totalmente ocupadas por el público y así todo el resto del teatro. Por suerte, sobre la frontera de bastidores Liosha, mi joven amigo, me susurró con calma: “ven, ven por aquí”.
Esto me iba a salvar del bochorno –y quizás de convertirme en desocupado. Fui retirado por dos guardianes de la Stanislavsky's society, a quienes conocía, y luego de haberme inyectado un conveniente lenitivo, llevado en remisse hasta mi pequeño departamento de Horoshevskaya 63, donde resido.

Mi nombre es Darius Ankudinov, soy argentino. En abril de 1975 fui llevado por mis abuelos a Moscú. Anhelo desde entonces regresar. Los mejores momentos de mi existencia los había pasado en Dora, pueblo donde nací el 16 de julio de 1963. Allí habité, junto a mis padres, una morada inmensa, aunque austera. Y retocé, por tantas horas luminosas, entre los floridos campos con mi amiga Rita (¡ay, tan precozmente desaparecida!). En mi obsesiva ilusión del esperado regreso, tozudamente me aferré al idioma. El resto de mi vida compré únicamente libros en español. Y al popularizarse internet, solamente buscaba conocer personas de Argentina. Tan alta había quedado en mi corazón la inmensa belleza de ese país, vislumbrada apenas, en su magnífica monumentalidad, con cada una de nuestras vacaciones anuales, durante las deliciosas excursiones que emprendíamos regularmente con mis padres.

No he podido regresar. Ya con mis sienes blancas, los repentinos ataques de pánico que me sobrevienen con frecuencia –y tienen, estoy seguro, el mismo origen: un oscuro terror, originado en lo más profundo del inconsciente– una y otra vez se interponen para impedírmelo. En la puerta misma de la boletería me he detenido, paralizado por el terror. No puedo. Las manos me tiemblan, los pies ya no responden a mi voluntad. Entonces, exangüe, desolado, inútil, recobro mis fuerzas recién cuando renuncio a mi afán.

Me sucedió desde los 18 años.

No creo, ya, que jamás pueda regresar.

El horror, para mí, comenzó la noche del 24 de diciembre de 1974. Esa fatídica noche marcaría el fin de mi infancia y también de mi felicidad.

Como a las nueve, de un Ford Falcon verde bajaron frente a mi casa dos personas. Lo recuerdo perfectamente, pues inocentemente creí que eran buenos amigos de mis padres. Uno era corpulento y alto, el otro, delgado y nervioso. El segundo llevaba anteojos oscuros, cosa que en ese momento me pareció chistoso. Además, tenía bigotes negros, que en el acto me hicieron relacionarlo con Cantinflas. Con Rita cruzábamos la angosta calle de tierra viniendo desde su casa, apenas a unos quinientos metros de allí. Sus padres nos habían dado permiso para que ella cenara con nosotros y luego la buscarían sus hermanos.

Como judíos estábamos celebrábamos la Janucá; por ello en nuestro comedor permanecía encendido el candelabro de ocho brazos, e iba a seguir así durante 8 días.

Entramos en el momento justo que mi madre abría la puerta e invitaba cortésmente a esperar en el living a estos señores. Seguimos, con Rita, directamente hacia nuestro desván, donde guardábamos todo tipo de cachivaches con los que nos agradaba jugar. Recuerdo que subimos las escaleras corriendo. No dije aún que Rita fue –y lo es aún– mi primer y único amor. Jamás pude tener relación alguna con otra mujer después de lo que sucedió.

¿En qué momento comenzó todo? Recuerdo que escuchamos gritos. Y nos parecieron que no eran de celebración, sino como los de alguien que increpaba. La voz no era la de mi padre –por otra parte, él jamás gritaba. Enseguida unos golpes, muy violentos y ruido de cristales rotos. Otra vez bajamos corriendo, esta vez con miedo.

Una escena horrorosa tenía lugar en el comedor de nuestra casa, frente mismo al candelabro sagrado. Mi padre yacía en el suelo e intentaba taparse la cara ensangrentada con las manos. Mi madre, esposada o algo así, parecía haber sido atada a una silla y también perdía sangre por su nariz. El hombre grandote pateaba a mi padre, gritándole algo que al principio no entendí. El de bigotes y anteojos negros, permanecía junto a mi madre, con una pistola en la mano y parecía disfrutar del horrible tormento que estaban infiriendo a mis pobres padres. Al principio no se dieron cuenta de que Rita y yo nos habíamos quedado mudos, paralizados junto a la puerta del salón. Hasta que, entendiendo por fin lo que esos hombres querían, yo grité. Fue cuando el hombre grandote repitió su exigencia, acompañándola con otro golpe a la cabeza de mi papá. Entonces con desesperación, salió de mi boca sin que siquiera me lo hubiese propuesto, un clamor:

–¡Papá… por favor deciles donde está la llave, si es lo que quieren! ¡Por favor!…

Por un momento se detuvo el maldito suceso. El hombre de bigotes, con tonada que sonó como riojana, tartajeó con siniestra cordialidad:

–Vengan aquí, chicos… vengan…

Como si estuviéramos a punto de orinarnos, pasamos al medio con Rita y nos pusimos entre ellos y mi papá, sobre la alfombra circular de Baviera, que ante las visitas solía ser orgullo para mi mamá. Y ahora estaba manchada de sangre.

–A ver niñitos… ¿ustedes saben, por un acaso, dónde está la llave del panteón familiar?

Miré a mi padre que a pesar de su espantosa situación sacudió negativamente la cabeza implorándome con sus ojos azules. Pero el gordo sudoroso se agachó y tomándolo de los pelos lo alzó hasta obligarlo a sentarse en el suelo. Entonces vi su rostro deformado por los golpes… bajé la cabeza, y contesté:

–Sí… yo lo sé, señor…

Escuché gritar a mi padre por primera vez en mi vida: “No, hijo, por favor…” Aunque no pudo terminar su frase pues el grandote lo derribó, otra vez, con un golpe.

Dejando a Rita abajo y escoltado por el riojano, subí nuevamente la escalera de caracol que conducía al altillo. Al final de esta, disimulada tras un flaco bargueño, había una puertita redonda en la pared. Adentro, un panel, de donde pendían varias llaves. Yo sabía perfectamente cuál era la que buscaban. Había visto a mi padre sacarla en varias ocasiones, cuando cumplía sus enigmáticas visitas al cementerio. Digo enigmáticas pues debía ir siempre solo, por las noches, permaneciendo hasta las madrugadas.

–Es esta –dije, señalando el llavero de donde pendía un caballo de ajedrez broncíneo.

Mi horrible culpa, mi inexcusable culpa, mi desesperación eterna, proviene no de haber entregado esa llave, aún luego de lo que, varios años más tarde me explicaría sobre su importancia mi abuelo paterno, en San Petersburgo. El remordimiento que llevo en el corazón se originó, según creo, en lo que sucedería después. Como si hubiera podido evitarlo, de algún imposible pero a la vez existente modo.

Lo que sucedió después fue esto:

Al mostrar triunfante “Cantinflas” el llavero en su mano izquierda –en la otra llevaba la pistola– mi padre lanzó un sollozo:

–Hijo, qué has hecho –reprochó, sentándose en el suelo. Iban a ser las últimas palabras que escucharía de su boca. Pues de un modo absurdo, infame, incalificable, el gordo que lo cuidaba le descerrajó un disparo en la frente con su revolver.

Corrí a abrazarlo, pero fue inútil –como tantas cosas que a partir de entonces, hice–.

El bigotudo, como si estuviera acostumbrado a matar personas cada día y la muerte de mi padre hubiera sido un mero trámite, le dijo al otro.

–Vamos negro. Se nos va’hacé tarde pa’ la misa del Gallo.

Nos dejamos conducir como corderitos con Rita, no solamente por el miedo, sino creyendo que nos llevarían a casa de sus padres. Pero entonces, cuando llegábamos a la puerta, ocurrió el otro asesinato: increíblemente, el gordo gigantesco apuntó hacia mi madre y disparó. Vi saltar de su frente un chispazo de materia, sus ojos se abrieron muy grandes por un instante. Un solo instante, enseguida su cabeza se rindió. Quise correr hacia ella pero el riojano me tomó de los cabellos con tal violencia que caí de espaldas. Luego me dio una patada en la sien. Dolorido, me levanté y ya no quise desobedecer.

–Suban al auto –nos ordenó. –No, vos adelante –le dijo a Rita– y vos atrás. De inmediato, a mi lado, se asentaría el Gordo, que me apoyó el caño de su revolver caliente bajo el mentón. Les debió parecer un buen chiste, pues se reían a carcajadas mientras el de gafas hacía arrancar el auto.

Salieron a la ruta. Se dirigían, al parecer, hacia Santiago, la capital de nuestra provincia. Cerca de Lugones, detuvieron por un momento el Ford Falcon sobre la banquina.

–Aquí te quedas vos. –dijo con voz metálica el que yo había caracterizado como “Cantinflas”.

–¿Y Rita?… –atiné a preguntar.

En los segundos que duró la acción del Gordo inclinándose para abrir la portezuela por sobre mí y expulsarme de un empujón pude sentir su asqueroso aliento a vino. Luego el pedregullo donde caería de bruces lastimándome las rodillas y las palmas de la mano, apenas me permitió dar vuelta la cabeza al escuchar el chirrido de las gomas y ver las luces rojas del Falcon verde hundiéndose en la oscuridad.

Nunca más volvería a ver a Rita. Y hasta el día de hoy puede contársela entre los treinta mil desaparecidos de Argentina. Aunque sus padres, por miedo, jamás se atreverían a denunciarlo.

Yo sí lo denuncié. Pero no sirvió de nada.

Caminando regresé a Colonia Dora. Llegué cuando amanecía. Fui corriendo en primer lugar a mi casa –como si pudiera hacer algo–, para encontrar allí sólo los dos cadáveres de quienes fuesen mis queridos papá y mamá. No sé cuánto tiempo estuve en el gran comedor, desolado, sobre la alfombra de Baviera, acariciando los cabellos ensangrentados de mi papá. Cuando decidí salir, para avisar a los padres de Rita, el sol brillaba sobre el horizonte ya.

Como dije los padres de Rita se asustaron mucho: junto a sus dos hermanos –ambos estudiantes universitarios en Córdoba–, fuimos a ver los cadáveres. Pues al principio, parecían no creerme.

Luego me dijeron: “Bueno, esto termina aquí. Quedate tranquilo, nosotros nos ocuparemos, Rita pronto aparecerá”. Me ofrecieron alojarme hasta que hicieran contacto con mis familiares (ninguno en la Argentina).

Cuando ofrecí testimoniar ante la policía sobre lo que había pasado, se negaron. “Lo peor que podemos hacer ahora es ir a la policía”, dijo su padre, un comerciante próspero de la región.
Por eso fue que, con la excusa de buscar mi ropa, salí de su casa para siempre, esa misma mañana.

Embargado por una especie de indiferencia fría, recuerdo que me bañé, preparé mi mediana valija, extraje unos tres millones de pesos Ley que había en la caja fuerte y tomé el primer colectivo que pasó, con rumbo a Santiago.

La familia que me recibió me escuchó con respeto y tristeza. Pero mi relato no pareció sorprenderlos demasiado. Simplemente meneaban la cabeza, como deplorando una fatalidad que parecía previsible. El hombre era un abogado prestigioso, su esposa una profesora de geografía, ambos de origen polaco. Habían venido con el mismo barco que trajera a mis padres, en 1960. Desde entonces se habían convertido en buenos amigos.

Ese mediodía almorcé con ellos y sus dos hijas. Por la tarde, como a las seis fuimos con el Dr. Zukerman a la Jefatura de Policía. El mismo jefe de Policía nos recibió, gracias a la respetabilidad de mi patrocinante. Luego de escucharlo muy atentamente, prometió investigar de inmediato. En nuestra presencia se comunicó con la comisaría de Colonia Dora, ordenando el retiro de los cadáveres y su urgente traslado a la Morgue Judicial de Santiago. Sobre el destino de Rita, aseguró que todas las fuerzas de los diferentes comandos bajo su responsabilidad, iban a comenzar el rastrillaje de la provincia. También –aseguró– se alertaría a las Policías Camineras.
–Doctor, yo lo aprecio mucho a usted… –, manifestó repentinamente el comisario–: por eso le digo esto… aquí el único que puede saber sobre el destino de esa chica es Musa Azar…

Cuando el Dr. Zukerman le preguntó si era posible conversar con ese hombre, el jefe levantó el teléfono. Durante un par de minutos habló en voz muy baja con alguien. Luego, levantando la cabeza, nos dijo.

–Vayan… el comisario Azar los recibirá ahora mismo. Él es el jefe del Comando de Informaciones… está en la avenida Belgrano 1160.

En el auto de los Zukerman –un Peugeot Sedan celeste, 504–, fuimos allí inmediatamente.

El hombre que nos atendió –de edad indefinible– parecía sentirse más allá del bien y el mal. Atildado en su vestir, combinaba su ropas de un modo singular; fumaba con boquilla. Sobre la pared, tras su escritorio, exhibía la cabeza embalsamada de un ciervo.

Atendió la narración de quien se había convertido en mi vocero, el Dr. Zukerman, sin que pudiéramos captar ninguna expresión en sus ojos, pues calzaba una especie de lentes polarizados, de color ocre, que no permitían ver otra cosa que un torcido reflejo de nosotros mismos.

Como no había terminado su cigarrillo cuando el Dr. Zukerman terminó de hablar, se deleitó lanzando anillos al aire durante un buen rato, antes de pronunciar su conclusión:

–Yo no sé dónde está, doctor Zukerman –silabeó, luego de apagar meticulosamente su colilla en un cenicero de bronce con cabeza de león. –Pero sé quiénes son los desgraciados que han hecho todo esto. Y también sé por qué lo han hecho…

Zukerman se quedó un momento asombrado; luego de ello atinó a balbucear…

–Usted sabe… entonces usted puede… –titubeó.

–Si hay alguna novedad, le voy a avisar. –replicó secamente Musa Azar. Luego, dirigiéndose al hombre joven que había permanecido durante toda la audiencia silencioso junto a una mesita, al costado del salón, le ordenó:

–López, acompañe al doctor y su amiguito hasta la puerta. Durante el camino de regreso el Dr. Zukerman intentó darme ánimo.

–Verás que encontraremos a Rita. Este hombre sabe todo sobre la represión ilegal en Santiago. No nos quiere dar ningún dato ahora, pero viste que manifestó saber… me llama la atención lo que dijo sobre “por qué lo han hecho”… ¿Qué abría la llave de tu papá?… –preguntó.

–Solamente la bóveda familiar. El pequeño monumento que tenemos allí, en el cementerio de Dora…

–¿Y qué puede haber allí, como para matar a alguien por eso?

–Nada… –dije– ni siquiera hay un muerto allí… papá lo mandó construir en 1962, poco después de haber llegado de Rusia. Todavía no tuvimos tiempo de utilizarlo.

En el acto me detuve abrumado: ahora sí teníamos muertos en nuestra familia… mi papá y mi mamá habían sido asesinados. Deteniendo el vehículo a un costado de la avenida, el Dr. Zukerman me consoló. Yo había caído en un ataque de sollozos y no podía casi respirar. Abrazándome, como podría haberlo hecho mi padre, me prometía:

–Ya verás que todo se va a normalizar, mi querido… a tu papi y tu mami los vamos a inhumar con una buena ceremonia religiosa, como se merecen… y a Rita la vamos a encontrar. No te preocupes por vos… desde hoy te considero un hijo más… no tengo ninguno varón… puedes quedarte en casa y estudiar una carrera universitaria, cuando termines tu secundaria. Yo me haré cargo de todo.

Así fue por un tiempo. Con ellos viví más o menos dos meses. Hasta que una mañana, apenas media hora después de haber salido, el Dr. Zukerman volvió demudado.

–Anoche hicieron volar mi estudio jurídico con una bomba… –dijo, ante su esposa, la sirvienta y yo que lo mirábamos asustados.

–Creo que ha llegado el momento de irnos todos de aquí. Apenas regresen las chiquitas de la escuela, armaremos nuestras maletas. Y nos iremos a Entre Ríos… al menos por un tiempo…
Entonces fue que le pedí algo que venía meditando desde hace varias semanas.

–Yo quisiera viajar a Rusia, Aron… –supliqué–…con mis abuelos… quiero averiguar la causa por la que asesinaron a mis padres…
El Dr. Zukerman no se negó.

–Veremos cómo hacer…–respondió, en ese momento.

Como huérfano sin familiares directos en la Argentina, tendría que haber atravesado por innumerables trámites antes obtener una visa, dada mi corta edad y la circunstancias que rodeaban el caso. El Dr. Zukerman pudo solucionarlo apenas en un par de días, sin embargo, gracias a la Embajada de Israel. No le fue difícil convencer al embajador de que corríamos grave peligro, bajo un gobierno caracterizado, al menos, como “poco amistoso hacia los judíos”. Y los cotidianos crímenes públicos que, diariamente, cometían las Tres A.

Ni siquiera debí gastar en pasajes. En un avión diplomático israelí fui trasladado hasta Frankfurt. Desde allí, otro avión –esta vez alemán– me depositaría en el aeropuerto Vnukovo, donde me esperaban mis abuelos, ya. Apenas tres días habían pasado desde que nos presentáramos por primera vez, con el Dr. Zukerman, en la embajada de Israel en Buenos Aires.
No olvidaré a estos queridos amigos que me ayudaron tanto. En un momento extremadamente cruel. No los olvidaré, ni tampoco dejaré de llorarlos. Pues, durante la dictadura militar, que se abatiría sobre la Argentina poco tiempo después, iban a ser, asimismo, asesinados. Ninguno de ellos, ni el amable Dr. Zukerman, ni su esposa, ni sus dos preciosas hijas, sobrevivirían. Nunca se esclareció –dicen– quiénes habían sido los autores de la masacre.

La razón que me había llevado a Moscú era, realmente, el haber recordado en mi obsesiva reconstrucción de los hechos, la primera frase que exclamara el papá de Rita, un judío alemán, cuando le avisé del crimen:

–¡Shet!– escupió: –¡Yo sabía que alguna vez podía pasarle esto! ¡Por esa maldito ritual secreto que le había clavado su viejo!…

Nada más. Bastante, sin embargo, como para motivarme a saber cuál era el cariz del trabajo, que abuelo había encomendado a papá… como para que lo matasen por ello…

Mis abuelos maternos se llamaban Vladimir Záitsev y Yelena Vinográdova. Hablo de ellos en pasado; ambos fallecieron ya, hace unos cinco años. Cuando yo llegué, en 1975, tenían poco más de cincuenta años. Ellos me dieron todo: un hogar, estudios. Cada domingo, sin falta alguna, voy a sus tumbas en el cementerio de Dorogomilovski, para depositar una pequeña flor.

No quise estudiar una carrera universitaria larga. Como dije, mi propósito había sido sólo averiguar las causas de aquel crimen, y volver. Primero, para buscar a los asesinos de mis padres. Luego, por lo que me iba a enseñar, durante mucho tiempo, mi abuelo. Alexandr Ankudinov.
El que había encomendado “la misión” a mi padre. La misma que, poco después, iba a transferirme. Y por la que mis dos progenitores habían perdido sus vidas.

No vi a mi abuelo paterno de inmediato. Era un hombre ocupado. Algo huraño, también, según más tarde vería. Mis abuelos maternos se referían a su consuegro como alguien “un tanto loco”.

–Sasha Mikailovich tiene un tornillo de más o de menos… a mí no me engaña…–repetía abuelo Vova, cada tanto.

Sin embargo, lo respetaban. Me sorprendió que ellos no llorasen la muerte de mi padre y mi madre. Por ello le pregunté, la primera vez que pude entrevistarme con Alexandr Mikailovich Ankudinov, algunos meses después:

–Perdona, abuelo… ¿pero tú no querías a mi padre?

Él parecía estudiar una pequeña planta de maceta sobre su escritorio, entre los dos, cuando le lancé tal cuestión. Levantó sus azules ojos –iguales a los de mi padre–; me parecieron por única vez asombrados.

–¿Qué te hace preguntarme eso? –dijo calmadamente, en perfecto español.

–Es que no te he visto llorar.

–Porque la muerte no existe, mi nieto. –Aseguró. –Si lo necesitamos verdaderamente, es posible para nuestros espíritus volvernos a encontrar.

Yo no lo sabía aún. Pero allí habían comenzado sus enseñanzas.

Mi abuelo era director de la опытная станция ВИР основана Н.И. Вавиловым (Estación de Investigaciones sobre Genética Vegetal, VIR), en San Petersburgo (cuando yo llegué, la ciudad se llamaba todavía Leningrado).

Esta es la segunda razón por la cual no resultaba sencillo visitarnos. Había una larga distancia entre Moscú y Leningrado (ahora San Petersburgo). Uno puede viajar en tren y demora cuatro horas, mas con el tiempo yo opté por el tren nocturno. El famoso “Krásnaya Strelá”, que tarda ocho horas, pero donde se puede dormir. Es posible viajar en avión, pero aterriza tan lejos de los principales centros de la ciudad, que se pierden más horas en llegar a ellos que lo ahorrado a través del aire. Desde allí, además, yo debía trasladarme una larga distancia, aún, en autobús, para llegar al ВИР.

Podría pasarme años escribiendo y llenar libros si intento transmitir las enseñanzas de mi abuelo. Además no tengo esa intención. Sino sólo trazar un esquemático justificativo del terror que me impidió cumplir con la misión que él encomendase después. No es que tuviera temor –solamente– a morir como mis padres. Sino que comenzó a aterrarme el carácter mismo del objeto, arrebatado aquella noche del 24 de diciembre de 1974, en Colonia Dora. Y que yo debía rescatar.

–El Ophir es un objeto y no lo es. Se lo puede ver pero no está materialmente allí. No tiene forma pero puede asumir todas las formas imaginables y aún otras inimaginables.

Así fue la definición que escuché por primera vez de mi abuelo Sasha cuando, después de varios años de visitas mutuas, donde conversábamos –o mejor dicho hablaba él– durante horas, comenzaron a precisarse los conceptos y nuestros objetivos.

Me había explicado ya que el Mundo Material es controlado por tres Grandes Seres Cósmicos. Que residen en tres gigantescos centros urbanos: Beijing, Nueva York y Río de Janeiro. Es el aspecto trinitario y orgánico de la energía: el polo positivo. A su vez, estos tres centros dependen elementalmente de sus polos negativos. Estos constituyen tres grandes grupos, de 222 nodos neurálgicos, cada uno. Ubicados en otros tantos pequeños poblados del mundo entero.

Para darme una idea metafórica del carácter de su interdependencia, abuelo comparó a los tres centros positivos con el cerebro. Y a los demás centros con el sistema nervioso de un organismo humano.

Ophir es el instrumento que permite la ingerencia humana en el devenir cósmico. Es la fina línea de láser de la laparoscopía, que permite al cirujano corregir un defecto en los músculos de su paciente casi sin modificar la estructura de su constitución física –dijo.

¿Por qué les es dado a los humanos intervenir en los combates cósmicos? No lo sabemos.

¿Por qué se elige a unos y no a otros para controlar estos adminículos? No lo sabemos.

¿Qué modificaciones materiales se pueden lograr a través del Ophir? (habría que decir “los” pues hay uno de ellos en cada pueblo donde debe efectuarse, siglo tras siglo, la nomenclatura mencionada). No lo sabemos. Sólo vemos que hay personas capaces de matar por su posesión.

–No son muchos los que saben de su existencia ni conocen siquiera superficialmente parecidos misterios. –Dijo mi abuelo.– Pero una vez que lo saben, no pueden librarse de codiciar su control.

Entonces fue que me pidió:

–Debes recuperar el Ophir. Tú lo perdiste.

Había cumplido ya los diechiocho años. Podía obtener mi pasaporte, y viajar legalmente a la Argentina. Una vez recuperado el Ophir –dijo mi abuelo que iba a hallarlo en una pequeña caja de titanio– debía llevarlo a Estados Unidos. Allí había un punto geográfico del mismo nombre, sin figuración en los mapas de Utah. Solamente habitaban esta pequeña comunidad 24 personas. Uno de ellos era Shenanigans Colman. A él debía entregar la cajita robada por aquellos malandras, la fatídica noche en que arruinaron la existencia de mi familia. Sólo entonces podría recuperar la libertad. Y mi alma encontraría la Paz.

Pero mi alma –Dios me perdone– y el Ophir me importaban un bledo. Lo único que yo quería recuperar era a Rita, por quien habría dado la vida. Al lado de las enseñanzas de mis abuelos comencé a recibir las transmitidas por los libretos de óperas, a las que temprano me aficioné. Luego de estudiar una corta carrera de escenógrafo conseguí trabajo por concurso en el Teatro Maly a los 21 años de edad. Desde entonces, hasta hoy –47, cumplidos este 16 de julio–, he participado en el montaje de numerosos escenarios.

De algún modo comenzó a asaltarme la convicción de que sería posible efectuar algún tipo de pacto con Mefistófeles –o como se llame–, el ser que según mi abuelo tiene su centro de acción terrena en Río de Janeiro. Mi propuesta sería la siguiente:

–Si es posible devolver Rita a su familia y a una vida de felicidad, a cambio puedo entregar el alma (¿de qué me sirve a mí?).

Sin embargo, temo que Mefistófeles conteste:

–¿Tu alma? ¡Ja, ja, ja, ja! ¿Qué podría hacer con ella? ¡Quiero el Ophir! ¡Únicamente así, a cambio del Ophir, te entregaría, yo, el alma de Rita, su cuerpo, y todo lo que quisieras.

Desperté llorando tantas veces luego de estas escenas. Por las mañanas salgo a caminar antes de ir a mi trabajo y no puedo encontrar consuelo.

Finalmente, sé que el único camino que me queda es regresar a la Argentina y recuperar el Ophir. Cuento con muchos datos, recopilados a través de correspondencia con amigos residentes allá y organismos de Derechos Humanos. Por ejemplo sé que el que yo llamaba “Cantinflas” se apellidaba, en realidad, Marino. Y que finalmente también fue asesinado, junto a su secuaz, en la despiadada lucha por el poder que sobrevino luego de instalada la dictadura militar en Santiago.

También me dijeron –muy poderosos amigos argentinos de mi abuelo– que el verdadero ladrón, aquél que premió a sus esbirros cuando se lo entregaron, era un hombre público. Alguien que controló durante muchos años la provincia. Alguien que, en su nombre, llevaba apenas disimuladas las tres grandes cifras de La Bestia. Esa que representa la suma potencia del mal. Los tres puñados de nervaduras, por los que se rige el poder sensitivo de la humanidad.

Pero también me dijeron –hace muy poco–, que su cuerpo terreno había muerto…

Entonces, si viajo ahora… ¿a quién podré reclamar el Ophir, hoy?… ¿A quién habrá designado, el Anticristo, como su continuador?… ¿Podré saberlo alguna vez? ¿Me animaré?
Dios dirá.

31 de octubre de 2010.

Es necesario aclarar, para quienes no son santiagueños, que durante muchos años controló el poder en Santiago del Estero alguien que llevaba en su nombre los números de la Bestia:
Carlos, 6; Arturo, 6; Juárez, 6 = 666.

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