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Hombre de un solo tiempo

(Cuento)

Julio Carreras


“El mundo es, entonces, inmutable”.
Asencio Ybarra se quedó meditando ante la frase. Entre sus manos tenía el antiguo infolio que le había dejado su padre como herencia, con la mención de que debía ser leído sólo al llegar a cierta edad.
En la vieja casa no había muchos libros: apenas cuatro o cinco, soterrados en un aparador polvoriento. Como la lectura no era su mayor debilidad, Asencio no se había inquietado por conocer el contenido del misterioso volumen antes de llegar a la edad fijada. En el testamento, empero, su padre había mencionado esa lectura como una etapa necesaria para su educación, cumplida por los Ybarras desde muchas generaciones atrás. Luego del lacónico párrafo que expresaba aquel mandato, seguía otro no menos breve, en el cual se especificaba la prohibición de hacerlo antes de cumplir los 54 años. Ni antes ni después, debía ser, precisamente, a esa edad.
El día de su cumpleaños, Asencio, viudo, empleado de correo a punto de jubilarse, ascendió perezosamente al entrepiso donde se hallaba el aparador que guardaba el libro. Era un domingo de enero.
Los Ybarras habían sido una antigua familia santiagueña, de origen español. Emparentados con Núñez del Prado, sus primeros miembros poseyeron mercedes amplias en Guasayán, en sociedad con don Joseph de Aguirre.
Posteriormente fueron de los primeros en adherir a la Revolución de Mayo; dos de ellos dejaron la vida en combate con el enemigo imperialista, acompañando al General Güemes.
El languidecimiento de Santiago fue también el de los Ybarras, y el siglo XX los halló convertidos ya en una familia escasa, cuyos hombres eran grises burócratas y sus mujeres devotas de la Legión de María. Refugiado en un barrio de trabajadores, Asencio era el último descendiente varón de aquella linajuda estirpe. Su esposa provino de un hogar igualmente antiguo, un poco menos empobrecido que el suyo. Hacían dos años que había muerto.
Asencio tomó el libro con las dos manos, sopesándolo. Lo limpió con una franela, recorrió con los dedos las letras repujadas en su cubierta de cuero. No tenía muchas ganas de leerlo. Pese a que era breve -unas cincuenta páginas escritas a mano sobre pergamino de piel caprina-, su lectura le producía rechazo.
Veinticinco años obligado a descifrar cotidianamente memorandos, tarifas postales o insulsos formularios, habían formado en su mente la categorización de cualquier lectura que no fuesen los sociales del diario, como un ingente contratiempo.
Sin embargo, Asencio era hombre respetuoso de las tradiciones, con ese dejo reverencial que caracteriza a los hombres del Norte. Lo último que se le hubiera ocurrido era contrariar post-mortem un designio de sus mayores. Bajó, entonces, con el libro, y se instaló junto a la ventana del patio. En letras góticas, con un lenguaje arcaico, el proemio anunciaba que el volumen contenía dos cosas; una revelación filosófica y una fórmula de magia. Asencio se sorprendió al comprobar que enseguida fue atrapado por la prosa que leyó.
Cada individuo posee una conformación física que no cambia, manteniéndose permanentemente con iguales características y facultades. Pero pertenece a un solo tiempo. Esto es: el cuerpo humano que conocemos, no es uno, sino la repetición innumerable de diferentes cuerpos parecidos, por los que atraviesa nuestra conciencia.
Por ejemplo: la muchacha que observamos transitar por la vereda, pertenece corporalmente a ese momento y quedará allí por toda la eternidad, repitiendo hasta el infinito ese solo acto. Pero su espíritu -o psiquismo, como se gusta llamarlo en el siglo XX-atravesará por ese cuerpo, proviniendo de otro cuerpo casi igual pero sutilmente distinto, cumplirá la constatación y sensación de ese único acto y continuará luego a un tercer cuerpo similar, que realizará el acto siguiente.
Asencio se detuvo un momento a reflexionar y se levantó para prepararse unos mates. Un sentimiento extraño, similar al que sobreviene cuando nos sorprende la comprobación de nuestra existencia individual, se instaló en él de súbito. Mientras manipulaba la gabeta, el repasador y la pava, comprendió que se hallaba ante una circunstancia extraordinaria, única por su valor científico. De repente, su vida gris había tomado el color de la más intensa aventura.
Se explicó la parsimonia y desprecio crecientes de sus antepasados por las actividades de la vida social. ¿En qué momento habían accedido ellos a esta revelación? Extrajo el amarillo testamento de su carpeta y allí leyó: “… que fue cedido en pago de mil doscientas hectáreas de tierra apta para pastura, además de doscientos cincuenta doblones limeños por don Joseph de Aguirre en el año del Señor 1735, siendo estudiado recién al año 1836 por el docto presbítero don Nepomuceno Ybarra”. Nada más. Pero era suficiente. Había sido por esa época precisamente -alrededor de 1840-que se iniciara el paulatino descenso patrimonial de los Ybarras.

Asencio continuó con la lectura. En sus sensaciones el sentimiento de creciente irrealidad que notaba en sí se mezcló con el regusto dulzón del mate con poleo.
Todos los millones de cuerpos humanos que habitan eternamente la tierra, están situados en miles de mundos, similares hasta un punto infinitesimal, pero ubicados en diferentes dimensiones y yuxtapuestos. Para la percepción, un solo mundo, pero desde una óptica objetiva, muchos.
El espíritu -o la conciencia-, originado en un universo superior, transita temporariamente por una cantidad escalonada de somas, para regresar finalmente a su ámbito original. Sólo unos pocos quedan amarrados al existir material, sin excepción debido a su propia voluntad. La gran mayoría de las conciencias, minerales, vegetales, animales y humanas, cumplen la parábola para instalarse al fin, de nuevo, en el Reino espiritual. Este Reino es del cual hablaba Jesús: el único perfecto y en armonía sin límites.
El mundo de la materia, es imperfecto y limitado. Al abandonar el Paraíso, el alma ingresa a un peregrinaje por aquesta prolongada prisión, cuyas celdas son los sucesivos cuerpos que va atravesando. Algunas de las consecuencias de la travesía son inherentes a la materia, como la opresiva finitud del organismo humano y su absoluta imposibilidad de comunicación genuina. Otras, provienen de la combinación de esas limitaciones con la existencia colectiva. En ese contexto pueden comprenderse las palabras del Cristo, cuando dijo: “No pertenecen al mundo, como yo tampoco pertenezco al mundo” (Juan, 17,16); y luego: “Conságratelos con la verdad”.
Pues la verdad es el Reino final, alfa y omega, al que se llega sólo al escapar del cuerpo: el mundo conocido por la experiencia humana es una falacia, aparentando integración unitaria, pero en realidad miríadas de seres y objetos separados, distintos y condenados a repetirse por siempre en el mismo gesto, ligados únicamente por la percepción que de ellos hace la conciencia. La unidad verdadera es sólo posible en aquel universo, donde se contempla eternamente a Dios, contemplándose simultáneamente uno mismo.
Había arribado cautelosamente la oración. El mate estaba frío. Asencio se levantó para poner la pava en el fuego y encender la luz.

Asencio era un hombre más bien positivista. De imaginación limitada y ninguna inclinación filosófica, había adoptado como suyas la ideas que le inculcara en su adolescencia la escuela secundaria; un extracto del pensamiento sarmientino, mitrista y alberdiano -extracto a su vez de otros más complejos y originales-, por lo cual su mente se había visto sometida a un doble reduccionismo. Se hallaba así, con estas ideas pedestres, expuesto a la tentación del escepticismo, dada la poco sugestiva existencia que le había deparado el destino.
A los dieciocho años había terminado el bachillerato, obteniendo su graduación sin lustre ni dolor. A los veinte -era el año 1929- un diputado autonomista amigo de la familia, lo había hecho “calzar” en un puesto de control del correo de Santiago. Y allí estaba. Ascendiendo un punto regularmente cada cinco a seis años, pero haciendo el mismo trabajo.
A los treintaidós años se había casado con Adelaida Gancedo, diez años menor que él. Era una linda muchacha, modosita y profesora de piano. Pero resultó dueña de un carácter de fierro. A poco de casados desnudó las uñas. Reorganizó totalmente el orden de la casa Ybarra, incluyendo los hábitos de Asencio. El era hombre de conciliación más que de lucha, por lo que paulatinamente y sin roces terminó aceptando el liderazgo de Adelaida. Mas su temperamento sufrió una fuerte conmoción negativa, que se prolongó con matices durante todo el período de convivencia con su esposa. Ella engordó rápidamente y a los tres años se vio obligada a modificar la totalidad de su guardarropa. Algo debía haber sospechado antes de su casamiento la niña, pues la mayoría de sus vestidos tenía tela de sobra para ensanchar. Por último, no era tan refinada como el largo noviazgo hubiera autorizado a afirmar. Roncaba horriblemente y los productos gaseosos de su digestión lenta, enturbiados aun más por el exceso de alimentos que la mujer ingería, hacían casi insoportable su compañia en la habitación; en especial durante las noches húmedas del invierno, en que se deben cerrar puertas y ventanas. En fin. Fueron veinte años de callados padecimientos, que lejos de ofrendárselos al Señor, Asencio, de tendencia agnóstica como ya hemos visto, interpretó como prueba cabal de la pertenencia humana al previsible reino de lo zoológico.
Hasta que Adelaida murió. Amaneció dura al lado de Asencio, que por rara coincidencia ese día se había dormido sin escuchar el despertador. Durante la noche le había sobrevenido un paro cardíaco, hecho que el médico declaró era casi de esperar, pues la mujer pesaba ya cerca de ciento setenta y ocho kilos.
La vida de Asencio recobró luego de tan larga modificación, el moderado desorden de sus épocas de soltero. Ni se le ocurrió pensar otra vez en mujer. A los cincuenta y dos años… pero pesó en verdad decisivamente sobre su determinación de finalizar solitario sus días, la frustración de aquel prolongado calvario en que se había convertido, a poco de consumarse, su matrimonio.

“Todos los humanos cumplen el ciclo”.
Siguió leyendo Asencio bajo la luz amarillenta del foco de 25 watts. Otro resabio de Adelaida, que odiaba pagar un centavo más de corriente, pensó él y se prometió cambiarlo pronto por uno de 150.
El espíritu, alma, logos, conciencia, psichè, nefeŠ, o como el hombre haya querido llamarlo, atravesaba entonces una existencia compuesta por la sucesión de millones de actos de seres distintos, que adquirían sentido únicamente por su conocimiento y memoria. Al final de ese camino, existían dos posibilidades previstas por Dios: el ingreso al Reino eternal, o la repetición del ciclo (que los orientales llamaban reencarnación). Y una tercera no deseada, pero permitida por el Supremo Hacedor: la perduración eterna de la conciencia en el limitado reino de este mundo.
Era lo que los exégetas hebreos llamaron gehena, ben hinom, seol o “el fuego”. Pues se decía que quienes quedaban allí padecían como si su alma se estuviera consumiendo entre las llamas. Ahora bien, el Creador había hecho al hombre libre y no podía impedirle el conocimiento de ninguna posibilidad. Así es que, quienes por su natural inclinación psíquica -hombres o familias-tendían al aprecio extremo del reino de este mundo, arribaban al mecanismo para perpetuarse en él, si lo deseaban. Habían múltiples maneras de acceder a ese conocimiento. A los Ybarras les había correspondido el de la posesión del libro.
Si él quería quedar en este mundo, si el lector prefería la tierra al Reino de los cielos, debía pasar al segundo capítulo del volumen, donde hallaría la fórmula. Más debía tener en cuenta que ésta lo facultaba únicamente para detener a su alma en un solo momento, una sola situación de su vida entera, donde quedaría eternizada para no salir de allí. La voluntad del lector lo facultaba a elegir esta alternativa y seguir adelante con el estudio del texto. Pero no debía alegar luego que no se le había advertido sobre las consecuencias de esta acción.

El último de los Ybarra reflexionó un rato sobre estas palabras. Se detuvo y decidió postergar por una hora la lectura, para tomar una cena liviana. Marcó la página con el pendón de seda roja que poseía cosido en el interior del lomo y cerrando el libro lo dejó depositado en el alféizar de la ventana. Era una noche caliente y estrellada.
Desplegó sobre la mesa el mantel de plástico que había adquirido hacía poco, ubicó geométricamente la botella de vino, el sifón, el vaso que había sido de dulce de leche y el plato floreado y se sirvió pata de chancho, ensalada rusa y quesillo, acompañados de buen pan casero. Masticó lentamente los manjares, mientras pensaba. Llegó a la conclusión de que le daba igual existir en este mundo o el otro. Con la diferencia de que al primero por lo menos lo conocía. Asencio era, por principio, renuente a lo desconocido.
¿Quién le garantizaba, después de todo, que el famoso Reino de los Cielos fuera como se decía? Era mayoritario el consenso, es cierto, sobre su armonía sin límites y había mucho escrito sobre ello. Pero eso tampoco probaba nada. ¿Acaso no se había publicado en el diario la muerte del Pichi Revainera, en un accidente de biplano? A tres columnas se cantaban loas póstumas al joven y destacado aviador desaparecido y la página entera de avisos fúnebres se cubrió de adhesiones a su inhumación -simbólica, ya que el aparato había quedado reducido a cenizas-. Y el Pichi había sido visto después en Nueva York, disfrutando sin duda de los depósitos bancarios de su mujer, que se habían esfumado junto con él.
¡Bah! Todo es vanidad, como decía Qohelet. Esta era la única frase religiosa que le había gustado alguna vez. No se sentía inclinado, si debía decirlo, a optar por el Reino Espiritual, en caso de poder hacerlo. Asencio era de los que adherían al famoso refrán “prefiero malo conocido a bueno por conocer”.
Con esta semideterminación en sus ideas regresó al sillón junto a la ventana, luego de cenar.

Pero, ¿qué momento de su yerma historia iba a elegir? Si a él le hubieran tocado las peripecias de un Schliemann, o las posesiones y el fasto de un Rheza Phalevi o un Faruk… Mas, ¡ay! su vida gris había sido un transcurrir sin matices, donde desde la infancia de pueblo grande había pasado a una adolescencia rutinaria y de allí a la oscura existencia de burócrata que había llevado hasta hoy día. Si el único momento excitante de su vida, casi podía decir que había sido cuando descubrió, a través del libro, que podría decidir sobre el final de su alma…
Pero no… ahora se acordaba… había tenido un momento, un solo momento, en el cual la felicidad extrema, una voraz expectativa, propia de la más intensa aventura y el sentimiento de autovaloración se habían aunado.
Había sido en el día de su casamiento.
En ese día. No antes, ni después. Antes, por el asordinamiento de las relaciones sentimentales que imponía a los noviazgos la rigidez moral de la sociedad santiagueña. Después, a causa de las decepciones ya narradas.
Unicamente ese día, o más precisamente, en un determinado momento de él… sí, se acordaba… fue al cortar la torta, con la mano de Adelaida envuelta en sus dedos… eran una hermosa pareja, decían las comadres, él buen mozo, de porte señorial, ella rellenita y fina, en la flor de su juventud… Adelaida tenía las mejillas encendidas, era una noche de invierno y habían activado la calefacción, el local estaba atestado; él sentía en la epidermis de su palma la vibración de la piel de la muchacha, transmitiendo la ansiedad gozosa del prometedor momento que se avecinaba… tantos años esperando… en unos instantes llegaría la hora de la intimidad; ella y él, solos, en una exclusiva habitación de hotel, ella semidescubierta bajo el camisón transparente, él extasiado con la belleza de su cuerpo… Estallaron los aplausos… eran el centro de la reunión… ¡Qué importante se sintió!
La luna de miel había sido un fiasco, pues Adelaida se había negado con obstinación a desvestirse. En toda su vida de casados, Asencio no llegó a conocer su cuerpo. Nunca supo si se debía a problemas de índole psíquica, moral, o algún oculto defecto.

Pero esa noche… ¡ah, esa noche! Los amigos haciendo bromas y levantando las copas en su honor… El rostro de su padre, con aquel brillar en los ojos que desmentía la severidad de su gesto… su madre y su hermana, llorando desbordantes de alegría… En la familia ya creían que Asencio se iba a quedar solterón.
Sí, elegiría ese momento.
Abrió el libro en la segunda parte. Sobre la primera página en blanco se leía con letras góticas: “Fórmula para acceder a la eternización terrenal del alma”.
El secreto consistía en memorizar cierta oración. Era una especie de salmo, de unos cuarenta y cinco versículos, lleno de invocaciones, alabanzas a la materia y exclamaciones breves.
Una vez memorizado, el salmo debía ser repetido con lentitud; se debía fijar en la mente, con imágenes, el momento deseado y las letras debían aparecer sobreimpresas a las figuras imaginadas. Cuando se lograra esta situación y la concentración perfecta, insensiblemente la vida del individuo habría de quedar fijada por siempre a ese momento.
Asencio se abocó a la tarea. Poseía buena memoria, ejercitada a diario en la retención de los incrementos en las tarifas postales. A la medianoche ya tenía totalmente aprendido el salmo.
Dejó el libro cerrado sobre la mesa, con una nota encima que ordenaba incinerarlo en caso de desaparición de su propietario. Colocó la pava en el fuego y dispuso todo para tomarse unos buenos mates. Acercó su sillón preferido a la cocina a gas de querosene y se dispuso a iniciar la ceremonia.
Empezó a imaginar el momento. El rostro encendido de Adelaida, los ojos de su padre. Las manos de los amigos, el vino espirituoso. Los flashes de magnesio, el abrazo de su hermana… Como una brillante vista en colores, todo apareció en su mente; maravillas del recuerdo… Empezó a recitar el salmo; las letras, con extraordinaria nitidez, se modelaron, en blanco, sobre las figuras que iban y venían… Dulcemente, como si se adormeciera, fue dejando de sentir el posabrazo del sillón, los pies… para internarse paso a paso en la figuración de su noche de casamiento.

Epílogo

Recorriendo el atestado desván de mi madre, me he detenido muchas veces ante una vieja fotografía. Se ve en ella a mi desaparecido tío abuelo, Asencio Ybarra, la noche de su casamiento.
En una primera visión, semeja un daguerrotipo cualquiera, como los que conservan tantas familias de Santiago. Sonrisas, el novio tomando de la mano a la novia -una hermosa muchacha-para cortar la torta. Pero mirando con atención se descubre algo extraño, en las facciones… o en la expresión del hombre. Algo patético, un brillo angustioso en la mirada, un rictus desesperado en la sonrisa, desmintiendo la aparente euforia del momento.Transmite la sensación de que quien allí posa para la fotografía, estuviera encarcelado, preso de una desesperada situación, condenado a no sé qué padecimientos sin límites y pidiera auxilio con los ojos desde el frío marco metálico en que está encerrado.
Puede ser una antojadiza ocurrencia mía. Pero juraría que allí pasó algo, tenebroso y extraordinario.
No sé. Creo que jamás podré develar el misterio de esta fotografía.

Sierra Chica, agosto de 1977 y Fernández, abril de 1987.

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